Hace algunos años, por invitación de Rafael Molano, entonces director de la revista Gatopardo, decidí hacer una hacer una crónica sobre las micro-historias del dolor en el conflicto colombiano. Al comienzo el tema parecía demasiado basto. En el titulo de micro-historias del dolor cabía cualquier cosa. Cualquiera de los lados y los dolores podía opacar dolores más profundos, desesperanzas mas dolidas por la sinrazón de las armas. Entonces decidí que la crónica tenía que ser una canción a la esperanza. Una pequeña serenata de reconocimiento a una de esas personas que a pesar de haber sido victimas directas del conflicto aun se levantan todos los días a construir a Colombia con sus manos, a pesar de su dolor, lejos del rencor y el miedo.
Entre íres y venires me encontré en el Festival de Poesía de Medellín, y en uno de los recitales de poesía que suele dar la Fundación Prometeo en los barrios deprimidos de la ciudad, encontré la micro-historia sobre la que iba a hacer la crónica; es decir, conocí por casualidad a una mujer robusta, de labios gruesos, cabello rebeldemente crespo y piel coloreada por esos días de jornal que habían sido su forma de ganarse la vida hasta antes de que el conflicto le abofeteara la vida; su nombre Eloisa.
Desplazada de algún lugar de Córdoba de cuyo nombre no me da la gana de acordarme, llegó como han llegado casi todos los colombianos sin destino ni futuro a las laderas de las principales ciudades; es decir, como desplazada. Su trabajo como jornalera no servia de nada en las comunas en las que hizo refugio, entonces una vecina le sugirió vender arepas de maíz en Junín.
Hoy Eloisa aun vende arepas. Casi se ha acostumbrado a las interminables noches de pesadillas en las que hombres armados acaban una y otra vez con su familia; su esposo y sus hijos. Pero esta vez ha decidido que quiere ver de frente al hombre que ordeno la muerte de su familia. No se trata de recriminar, dice, mientras la voz se le pone tibia y los ojos dolorosamente cristalinos, “…solo quiero saber porque…” exclama.
Pero al llegar a la Alpujarra se le informa que tiene que llenar un formulario en el que debe relatar los detalles que la certifican como victima. Es decir, debe volver sobre su dolor, recordarlo paso por paso, lacerarse a si misma mientras trae de vuelta los más tenebrosos momentos de su memoria para ponerlos sobre un papel para satisfacer las demandas de esa justicia que no supo estar cuando el hombre que ella intenta ver ahora, Salvatore Mancuso, acabo con su familia, su pasado y su futuro. Su dolor no importa, su micro-historia, por humilde y distante de cualquier rédito político, solo sirve para volverse rabia y amasar la harina que se volverán arepas con las cuales aun se gana la vida.
Y mientras el asesino describe tranquilo y sin el más mínimo remordimiento sus “acciones de guerra”, como quien describe una circunstancia apenas desagradable; a las victimas les toca justificar su dolor volviendo sobre su historia, es decir, justificar su interés en el presente político del país cuando han sido obligados ha hacer parte de ese pasado que lo constituye, pero no desde el lado que toma decisiones y aprieta gatillos, sino del que pone el dolor, la sangre, las lagrimas y los muertos.
En honor a ese valiente silencio de Eloisa que todos los días sin saberlo, sin ser consciente de ello, construye país, dejando la rabia en la masa de sus arepas y no en un fusil que multiplique la rabia, la crónica que escribí entonces aun espera a que el viento de los violentos de cualquiera de los bandos deje de soplar y mas Eloísas y menos Mancusos sean los héroes del país.
Entre íres y venires me encontré en el Festival de Poesía de Medellín, y en uno de los recitales de poesía que suele dar la Fundación Prometeo en los barrios deprimidos de la ciudad, encontré la micro-historia sobre la que iba a hacer la crónica; es decir, conocí por casualidad a una mujer robusta, de labios gruesos, cabello rebeldemente crespo y piel coloreada por esos días de jornal que habían sido su forma de ganarse la vida hasta antes de que el conflicto le abofeteara la vida; su nombre Eloisa.
Desplazada de algún lugar de Córdoba de cuyo nombre no me da la gana de acordarme, llegó como han llegado casi todos los colombianos sin destino ni futuro a las laderas de las principales ciudades; es decir, como desplazada. Su trabajo como jornalera no servia de nada en las comunas en las que hizo refugio, entonces una vecina le sugirió vender arepas de maíz en Junín.
Hoy Eloisa aun vende arepas. Casi se ha acostumbrado a las interminables noches de pesadillas en las que hombres armados acaban una y otra vez con su familia; su esposo y sus hijos. Pero esta vez ha decidido que quiere ver de frente al hombre que ordeno la muerte de su familia. No se trata de recriminar, dice, mientras la voz se le pone tibia y los ojos dolorosamente cristalinos, “…solo quiero saber porque…” exclama.
Pero al llegar a la Alpujarra se le informa que tiene que llenar un formulario en el que debe relatar los detalles que la certifican como victima. Es decir, debe volver sobre su dolor, recordarlo paso por paso, lacerarse a si misma mientras trae de vuelta los más tenebrosos momentos de su memoria para ponerlos sobre un papel para satisfacer las demandas de esa justicia que no supo estar cuando el hombre que ella intenta ver ahora, Salvatore Mancuso, acabo con su familia, su pasado y su futuro. Su dolor no importa, su micro-historia, por humilde y distante de cualquier rédito político, solo sirve para volverse rabia y amasar la harina que se volverán arepas con las cuales aun se gana la vida.
Y mientras el asesino describe tranquilo y sin el más mínimo remordimiento sus “acciones de guerra”, como quien describe una circunstancia apenas desagradable; a las victimas les toca justificar su dolor volviendo sobre su historia, es decir, justificar su interés en el presente político del país cuando han sido obligados ha hacer parte de ese pasado que lo constituye, pero no desde el lado que toma decisiones y aprieta gatillos, sino del que pone el dolor, la sangre, las lagrimas y los muertos.
En honor a ese valiente silencio de Eloisa que todos los días sin saberlo, sin ser consciente de ello, construye país, dejando la rabia en la masa de sus arepas y no en un fusil que multiplique la rabia, la crónica que escribí entonces aun espera a que el viento de los violentos de cualquiera de los bandos deje de soplar y mas Eloísas y menos Mancusos sean los héroes del país.
2 comments:
Unas de sus mejores columnas, Gracias por hacer visible las almas invisibles que deja el conflicto.
señor lozano dejeme decirle que estoy impresionada con su articulo, donde quedo su dramatismo,su critica, hasta su vision un poco negativa. A mi juicio le falto mas fuerza y se convirtio un poco en la tipica forma de contar el dolor de la guerra, el dolor de la guerra va mucho mas halla de una una mujer desplazada son años y años de violencia, ademas me puso a contarle mil cosas sobre medellin para que solo escribiera la alpujarra no mijo pero bueno, no todos sus articulos pueden ser tan buenos
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